El juego es un proceso didáctico natural e interesante. Vale analizarlo por su jerarquía relevante en todas las etapas de la vida, sus beneficios indiscutibles en la formación personal, las influencias varias y los resultados sorprendentes. El cerebro social se ve ampliamente favorecido en su desarrollo a través del juego.
Jugar es una de las actividades humanas más importantes; de hecho, en los niños representa un auténtico proyecto de investigación y una necesidad vital indispensable para el desarrollo.
El análisis detallado de toda actividad con fin lúdico demuestra que, además del placer, intervienen otros factores tales como la dimensión significante del mismo. Es decir, el desarrollo de los aspectos sociales, el simbolismo, la capacidad intelectual, la capacidad comunicativa, la emocional y la motriz. Mediante el juego el niño establece relación con el mundo que lo rodea: a través de él se expresa y es posible acercarse a su mundo interior. Por tal motivo, los psicólogos infantiles le conceden al juego vital importancia tanto en el campo del diagnóstico como en el terapéutico.
A medida que crecen los niños tienen la posibilidad de crear universos enteros de realidad que les permiten construir su subjetividad, conocer el mundo, relacionarse con otros, experimentar procesos internos placenteros y/o dolorosos. En definitiva, logran comenzar a desarrollarse y vivir.
Los adultos ―que obviamente han sido niños― conservan en cierta medida la idea de que jugar es una actividad más dentro del repertorio conductual. Por ello la insistencia de los sociólogos en que el factor diversión está casi omnipresente en todas las facetas de la sociedad y el ocio, y en que los adultos necesitan jugar de vez en cuando en busca de distracción, diversión, emoción e incluso aprendizaje.
Las experiencias lúdicas y creativas en la infancia modelan artísticamente las futuras posibilidades adultas, desde lo laboral hasta la vida personal y familiar. En cada etapa del desarrollo, la capacidad lúdica y creativa adquiere nuevas posibilidades que es posible potenciar, cultivar, facilitar o reprimir.
El juego en el niño podría ser el equivalente al trabajo en el adulto: reafirma su personalidad. No obstante, muchas veces resulta en un severo problema cuando una actividad inocente llega a convertirse en una severa patología o si la dependencia psicológica y los efectos perjudiciales surgen como auténtica adicción conductual.
Un criterio importante para distinguir los juegos es el tipo de recompensa que se obtiene al participar de ellos. Tanto es así que en inglés se distingue entre gambling (actividades en las que se arriesga algo para obtener una ganancia) y playing (juegos en los que sólo se persigue el entretenimiento).
Las neurociencias explican que la estimulación de algunas regiones del encéfalo producen un claro efecto de afianzamiento y que una parte esencial de los circuitos de recompensa está constituida por neuronas dopaminérgicas cuyos cuerpos celulares se localizan en el mesencéfalo. Estas células envían sus axones hacia algunas zonas del sistema límbico y de la corteza cerebral.
Normalmente, los circuitos de recompensa del encéfalo son estimulados por las conductas que tienen un valor de supervivencia, tales como ingerir alimentos, beber agua, mantener una temperatura corporal adecuada, la actividad sexual o las intervenciones sociales y familiares. Sin embargo, estas zonas de recompensa también pueden ser activadas por otras conductas.
Esto puede llevar a que el jugador muestre un disminuido control del impulso, sin poder resistir jugar, a pesar de las cuantiosas consecuencias negativas. De este modo, se intensifica cada vez más la demanda y la tensión, que solo se compensa con el juego.
Esta conducta tiene también una base neurobiológica. El sistema de recompensa en el cerebro (vía mesolímbica) se vuelve crónicamente sobreexcitado, tanto que conduce a una contra-regulación cerebral y, como protección ante una sobreexcitación perjudicial, reacciona con un estímulo de recompensa cada vez menor, hasta el acostumbramiento (neuroadaptación), o, el caso de experimentar nuevamente la deseada sensación, apostando, por ejemplo, cantidades más altas, o jugando más frecuentemente.
La habilidad de establecer contacto con los propios sentimientos y relacionarlos entre sí es una manera de aprovechar el cono¬cimiento para orientar la conducta con capacidad de discernir y responder adecuadamente a los estados de ánimo, temperamentos, motivaciones y deseos. Esto es lo que define la capacidad de la corteza prefrontal para gestionar adecuadamente nuestras conductas, algo que en el jugador compulsivo no es posible.
Para evitar esta posibilidad es importante asociar las actividades lúdicas con momentos únicos y compartidos como vivencias educativas capaces de valorar las distintas conductas ante los juegos, donde la simple diversión valora la destreza o el ingenio aplicado para superar dificultades, o donde recreación y docencia concluyen como las opciones más sensatas para prevenir potenciales vicios o pasiones desenfrenadas.
El juego de por sí promueve un vínculo de afecto que transforma el estímulo en una respuesta adecuada. Consolida y afianza las interrelaciones sociales, disminuye los impactos por diferencias ideológicas o conductas dispares. Asimismo, es un medio útil enseñar a tolerar lo adverso, fomentar el equilibrio emocional y el fortalecimiento del espíritu.
Enseñar a través de juegos y diversiones es hacerlo de manera simple y efectiva, con el fin de fomentar una convivencia razonable, con alto contenido afectivo y con la posibilidad de confortables encuentros a cualquier edad de la vida.
Jugar es, por encima de todo, una actitud vital; una manera concreta de abordar la vida: libre, placentera y gratuita: nos identifica como personas y define. El adulto que juega, igual que el niño, está más preparado para abordar de modo creativo los viejos y nuevos retos, con más defensas ante la frustración y una manera más sana de expresar sus sentimientos y emociones.
Hoy un adulto es capaz de superar retos de la vida, probablemente, porque un día se atrevió a subir a una bicicleta, o de colocarse en el lugar de otro porque alguna vez jugó a ser otra persona… Durante el juego nuestro cerebro aprende nuevas maneras o modos posibles de hacer las cosas, los resultados de actuar de determinado modo, etcétera: así aprendemos otras realidades posibles sin darnos cuenta.
¡Cuán importante es darse el permiso de recuperar la capacidad de jugar! ¡La alegría es siempre doble alegría y la pena, media pena, cuando es posible compartirla! ¡Jugar nos permite compartir y aprender con los otros!