Aquellos de vosotros que hayáis leído algunos de mis artículos anteriores sabréis que soy un gran defensor de la Gestión Emocional como la alternativa que creo más saludable frente a la tan difundida respuesta por parte de mucha gente (y tristemente, incluso alentada por algunos profesionales de la mente que cuentan quizás con muchos conocimientos al respecto pero con poca consciencia) de “control” de sus propias “emociones negativas” o de los pensamientos que cruzan la mente, como forma de intentar evitar o paliar el sufrimiento humano.
Escribo lo de “emociones negativas” entrecomillado porque para mí no hay tales emociones, tan sólo emociones que aparecen en a veces en nosotros, que son incómodas de sentir pero que para nuestra salud física y mental tiene tanta importancia el saber vivirlas, elaborarlas y entenderlas, como el resto de emociones que diariamente fluyen por nosotros.
Las emociones mal llamadas “negativas” son a mi entender, simplemente, emociones desbocadas que son sufridas, por el hecho de que no han sido nunca realmente observadas, ni atendidas y por tanto tampoco comprendidas. Son un tipo de emociones de las que, al tratar de huir, o querer rechazar cuando han aparecido en mí (no aceptando que estén ahí o pensando que no debieran estar, que me ocurre algo terrible por tenerlas o que estoy fatal por sentirme así) provocan ese sufrimiento intenso y descorazonador.
Curiosamente no todo el mundo clasifica como “emociones negativas” a las mismas, todo es un tema de creencias (sobre lo que está bien o no sentir); factores culturales, de ámbito familiar o social en el que me relaciono y que me influye y me hace pensar de una determinada manera (cuando aún no me conozco a mí mismo)
El deseo de control emocional sólo puede acarrear frustración y sufrimiento al que lo intenta (y con ello rabia y violencia que desencadenar contra quienes estén cerca de mí o contra mí mismo) puesto que ese control no es posible. Ese querer controlar, es, digamos, una alternativa muy primitiva, una herramienta muy tosca, poco precisa, a la hora de relacionarme con mi mundo emocional. Es algo así como tratar de matar moscas a cañonazos, el daño es devastador y el resultado muy poco eficaz si lo contrasto con el que buscaba obtener.
No abogo tampoco por el dolorismo (el gusto masoquista por sentir dolor) la inacción (pasividad) o el permanecer allá donde algo me duele para que siga haciéndolo porque crea que “es lo que merezco” o que “es lo que me conviene”, sino en el aprender a relacionarme de una manera lo más natural posible con aquel dolor emocional que siento, en el momento que lo estoy sintiendo. Cuando la emoción dolorosa está ya en mí, tratar de observarla sin juzgarla es lo más sabio que puedo hacer en ese momento. Es esa observación libre de juicios (observación sin elección como solía decir Krishnamurti) lo que propicia la comprensión.
Y es que no es factible ni saludable querer detener completamente un río; porque si bien al principio parece que se consigue y produce cierta sensación de bienestar o placidez (cuando lo comparamos con la tormenta mental en la que hemos estado viviendo hasta entonces) con el paso del tiempo, la presión de sus aguas aumentará sobre la “presa” (o sobre aquello que hayamos usado para tratar de reprimir o enterrar las emociones que no deseábamos sentir) y terminará por romperla violentamente, desencadenando una riada que arrasará campos e inundará poblados; todo lo que encuentre a su paso… incluidos los restos de nuestra débil autoestima, sustentada en la ilusoria idea que lo teníamos “todo controlado”.
Y gracias a Dios es así, porque si nuestra mente no pudiera liberarse de este modo violento y expresar las emociones que le hemos reprimido y que necesita permitirse fluir en ella, al final lo encauzaría por otro lado, somatizándolas en nuestro cuerpo mediante dolencias (usualmente a través de dolores de espalda o cuello), o peor aún, acercándonos, en casos puntuales y realmente tristes, a la frontera de la locura como defensa última de la mente ante una realidad que evalúa como insoportable y terriblemente amenazante (una evaluación basada en creencias que no siempre se corresponden con la realidad)
Tratar de controlar algo (o a alguien) solamente muestra el mucho miedo que le tenemos a que fluya libremente, lo mucho que nos asusta y la amenaza que sentimos que para nosotros representa su libertad. El pánico que tenemos a que, al estar libre, se nos pegue sin soltarnos… o por el contrario,… nos abandone (en las relaciones de pareja suelen tristemente darse muchos casos de inseguridad manifiesta disfrazada de amor romántico que todo lo puede)
La gestión emocional, al contrario, observa al río de las emociones, sin juzgarlo, sin ignorarlo, sin clasificar sus aguas entre positivas o negativas, buenas o malas, adecuadas o inadecuadas, etc… tan sólo comprende su fluir, la naturalidad de su comportamiento en todo momento, acepta a su cauce como es (tanto si baja plácidamente o viene algo revuelto) aunque tiene la posibilidad de irlo redirigiendo de forma que pueda aprovechar la fuerza de sus aguas en su propio beneficio, como crea más oportuno.
HABILIDAD EMOCIONAL.
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