A los obesos se los suele considerar culpables y faltos de voluntad. Un testimonio da cuenta de la otra cara: el sufrimiento que le ha significado bajar de peso –depresión incluida al perder 30 kilos con ayuda de medicamentos– y explica por qué querer no siempre es poder.
En 1972 mi madre se enamoró del Doctor
Alberto Cormillot. Yo estaba en primer grado. Se enamoró, digo, como uno se
enamora de su actriz o su músico favorito. Lo había escuchado en la radio. Lo
había visto en el pequeño televisor a transistores. Pero lo que terminó de
enamorarla fue un libro. Coma bien y adelgace, escrito por Cormillot junto a
Petrona C. de Gandulfo. Un best seller de aquel año que unía a la mayor cocinera
de la patria con el joven médico que había sido gordo y que empezaba a hacerse
famoso por sus consejos para adelgazar.
De un día para otro el doctor Cormillot comenzó a gobernar
las cosas en casa. La palabra “dieta” aún no se escuchaba con frecuencia. En
todo caso, se hablaba de “estar a régimen”, algo que les ocurría a mis tías y a
mi madre hasta que a los seis años, me tocó a mí. Me daba cuenta de que era
gordito. No tenía las destrezas atléticas de mis compañeros de escuela. Algo
pasaba. Mi cuerpo era más pesado.
En el pequeño departamento en el que vivía mi familia en la
década del setenta, el olor de los bifes a la plancha era omnipresente. Las
milanesas apiladas prolijamente fritas, el caramelo endurecido en las paredes de
la budinera de aluminio, el dulce de leche protagonizaban el menú cotidiano. El
pan llegaba cada mañana recién horneado de la panadería. La manteca, la leche y
los quesos eran “enteros”, otra..
http://www.clarin.com/sociedad/batalla-inutil-gordo-queria-flaco_0_647935405.html
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