Un buen padre también comete errores
Por LUIS SEPÚLVEDA
La relación de un hombre con sus hijos se establece a través de códigos secretos. Son relaciones profundas que por un falso pudor masculino suelen tener más gestos que palabras.
Tengo seis hijos, cinco chicos y una chica, todos adultos, me han hecho abuelo cinco veces y, cuando consigo reunir a toda la parentela en torno a la mesa, me gusta que me llamen “viejo”.–¿Qué vino abro, viejo?– suele preguntar el mayor, Carlos, que nació en Chile y junto a su madre recuperada del infierno de Villa Grimaldi salió a la no-patria del exilio. Tenía apenas nueve años, el recuerdo de un padre en la cárcel primero y más tarde en países de nombres extraños, un atado de cartas y una figurita protectora del capitán Hans Solo.
Yo no estaba junto a él cuando a su madre la sacaron a golpes de la casa, con una capucha negra cubriendo la cabeza, y tampoco lo llevé de la mano hasta el avión de siglas escandinavas que lo alejó para siempre de Chile. Pero nunca me cobró esa falta y, cuando hace nueve años, puso en mis brazos el pequeño cuerpo de Daniel, mi primer nieto, con su –te quiero, viejo– me dijo que todo estaba en orden entre nosotros.
–Abre el mejor vino, Carlitos– le respondo.
Mientras el resto de los hijos, nietos, nietas, nueras y yerno se afanan poniendo la mesa o preparando las ensaladas y los postres yo sonrío desde la parrilla, porque el asado es asunto del “viejo”, y me enternece saber que vienen de lejos; unos desde Suecia, otros de Alemania, la hija de Ecuador. Me divierten sus consultas culinarias en sueco y español, en alemán y español, en inglés y español, y el humo de las grasitas cayendo sobre las brasas me huele al mejor cosmopolitismo, a la mejor manera de ser, y entonces pienso en mi viejo, en cuánto le habría gustado estar aquí.
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